Paola Edith - Introducción: Etapas quemadas


Introducción

Etapas quemadas 



Paola Edith perdió a sus padres de muy pequeña en un accidente. La crió su abuela, quien desgraciadamente también la dejó sola a punto de cumplir los 17. 

Su abuela era una mujer adorable, buena, siempre atenta a las necesidades de los demás, y fue eso lo que le inculcó durante toda su infancia. Paola Edith creció admirando su abnegación, y juró hacerle honor siguiendo sus pasos. 


Heredó la pequeña casita que compartían en Willow Creek, pero tuvo que buscar un trabajo de medio tiempo como moza de una cafetería para poder pagar las facturas y comer. No llegaría a nada con lo poco que su abuela había dejado en su monedero, porque todo lo que ella obtenía de su trabajo como cocinera en la casa de una familia pudiente de Newcrest iba a parar a la comunidad apenas tocaba sus manos. A su casa iba lo mínimo indispensable para asegurar la alimentación y salud de Paola Edith, nada de lujos más que un pequeño televisor, un viejo equipo de música y un lavarropas automático, que más que un lujo era una necesidad por cuidar su columna. 

Paola Edith consiguió un horario ideal en la cafetería, de 5 a 7 de la mañana, justo antes de ir al colegio. El sueldo no era mucho, pero alcanzaba para no endeudarse y para comer. 


La vida de Paola Edith sin su abuela no era fácil. La adolescencia le pasaba factura con sus cambios de humor repentinos, y oscilaba entre la seguridad de poder cumplir su promesa y  la tensión de la responsabilidad que le suponía no tener la vida de una adolescente normal. Había días en los que se sentía tan mal que se decantaba por salir a correr aunque odiara hacer ejercicio. De hecho, contrariamente a lo que podría creerse, la vida que llevaba la haría ganar peso y perder tonicidad a futuro. Quizás también por comer tanta basura al no tener tiempo de aprender las recetas que su abuela había prometido enseñarle un día y que ahora había encontrado guardadas celosamente en un cajón de la cómoda, en el cuarto que antes compartían. 





Pero a pesar de todo, Paola Edith no perdía la fortaleza porque veía que su esfuerzo, poco a poco, daba sus frutos. Un tiempo después había logrado ascender en el trabajo y ganar algo más de dinero, todo sin descuidar las tareas del colegio. Era cierto que había tenido que decir que no ante innumerables invitaciones de sus amigos a lo largo de la semana, pero aprovechaba al máximo los sábados y domingos para verlos y fortalecer los lazos. 

Anika

Miko

Justin


El próximo paso sería buscar el momento para empezar a estudiar música, algo que pensaba dejar para más adelante pero que ahora veía como una inversión a futuro. Quizás podría utilizar la música para ganar algo de dinero extra y así seguir los pasos de su abuela con la beneficencia lo antes posible. Le costaba concebir la vida de plena supervivencia que estaba llevando, necesitaba hacer algo por los demás, lo llevaba en la sangre. Lo haría por ella y por el amor que rebalsaba en los ojos de su abuela al hablar de los niños del comedor y los ancianos del asilo en los que colaboraba, por mantener la pureza de las playas ante la inconsciencia del hombre, por los que no son oídos, por los que no tienen nada… 



Una tarde de julio, mientras revisaba un viejo armario intentando hacer una limpieza general por un ataque de estrés, encontró un regalo sin abrir. Al parecer su abuela lo había escondido muy bien para que Paola Edith no lo encontrara antes de tiempo, porque junto al moño una pequeña tarjeta con forma de corazón rezaba: “Para mi pequeña Paola Edith, ya no tan pequeña… ¡Felices 17!”. Lo firmaba Mirta, su abuela, con una pequeña flor sobre la letra i, una costumbre aniñada pero bonita que ella tenía. Llorando lo abrió, y entre lágrimas vio que era un diario íntimo. Comprendió al instante su significado y no pudo más que seguir llorando. 


Muchas veces había escuchado a su abuela decir “Si no puedes hablar, escribe, pero nunca te guardes lo que piensas porque envenena el corazón”. Siempre se había preguntado si ella no llevaría un diario, pero al día de hoy no lo había encontrado. Tal vez porque a su edad ya no se callaba nada. 

Guardó el diario con cariño y delicadeza en el cajón de la mesa de luz, y acarició la tapa mientras recordaba la sonrisa de su abuela y la imitaba, casi inconscientemente.





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